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Once in a Lifetime

Los nacidos a fines de los 70's y principios de los 80's nos podemos sentir en más de un sentido privilegiados. Nacimos en plena guerra fría, no estuvimos lo suficientemente conscientes para saber del Ayatollah o del escándalo Irán-contras, más sin embargo ocurrió en nuestro tiempo, en nuestra vida pasamos del paradigma proteccionista al libre comercio, lejos de ser traumatizante el cambio lo recibimos como si fuera parte de nuestro crecimiento como personas, a algunos nos platicaron del demonio rojo, la cortina de hierro y de gobiernos opresores, a otros de un país avanzado que ponía a temblar a la superpotencia y en el cual no existía la propiedad privada ya que todo era de todos, se referían al mismo país, la Unión Soviética, si bien no lo vimos en su esplendor pero pero si vimos a Ivan Drago en Las Vegas matar a Apollo Creed, a su vez observamos a un Rocky Balboa redimir a la democracia y al libre mercado en pleno Moscú Rojo. Nos tocó la evolución de la informática y de las comunicaciones que hacen que en este momento alguien como su servidor pueda escribir estas palabras esperando que cualquier persona del globo pueda leerlas. Vimos en vivo y en directo guerras, la caída del muro, a ritmo de wind of change y la caída de las torres, así como la caída de los pilares ideológocos con los cuales crecieron nuestros padres. Somos lo suficientemente jóvenes como para que la muerte y elección de un papa nos parezca un evento especial que sólo se vive una vez en la vida, cuando el haber nacido 5 años antes hubiera supuesto un enfoque totalmente distinto. Nuestra generación es especial, si alguien dice que con el próximo papa se acaba el mundo, bueno al menos tenemos CNN y el internet para seguirlo paso a paso.

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En casa de mi abuela siempre hemos pasado la Noche Buena. Ella siempre ha sido religiosa, por lo que había tradiciones que más bien eran reglas, una de ellas era   Nadie abre los regalos hasta la media noche, y sólo después de poner al niño Jesús en el nacimiento. Para unos niños inquietos y desesperados por tener regalos, lo anterior era muy difícil de sobrellevar y, por supuesto, no lo hacíamos. La curiosidad siempre se imponía. Aprovechando cualquier oportunidad nos escabullíamos para tomar un regalo y medio abrirlo. Tal vez no podríamos jugar con él, pero al menos ya teníamos una idea de lo que venía. Al llegar las doce yo ya sabía cuáles eran mis regalos, a excepción de uno, el que me daba mi padre. Ese siempre estaba escondido en algún lugar, nunca a la vista, sin oportunidad de abrirlo a deshoras. Gracias a esto, siempre había una sorpresa presente. Mi padre nunca me preguntaba qué era lo que yo quería, él trataba de escuchar mis pláticas y sacar conclusiones. ...