Crecer en el mero centro de la ciudad, antes, era una situación muy
distinta a la actual. Siendo el más chico de tres hermanos, con casas llenas de
vecinos de la camada, la risa de los niños era cosa común para el transeúnte. La
calle tenía vida. Hasta existía la viejita loca que ponchaba las pelotas si
osaban caer en su propiedad, y una tienda en la esquina para comprar
chuchulucos, que a veces, sí, a veces, no, nos fiaban.
Crédito: Ramon Oria |
El centro era un barrio como cualquier otro, pero poco a poco fue
cambiando, los vecinos se empezaron a mudar, las casas fueron derribadas para
dar paso a comercios y bodegas, fue en los tiempos que al alcalde en turno se
le ocurrió la mancha roja, y con esto, lo que era una calle tranquila se
convirtió en la congestionada salida hacia el norte para el transporte público
y el tráfico comercial.
La calle perdió su vida, los juegos de pelota de mi infancia dieron paso a
los videojuegos y un poco al encierro. Después empezarían las escapadas a la colonia
San Benito, en lo que fue, en los hechos, el final de mi infancia.
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